jueves, 20 de noviembre de 2008

Una verdadera Navidad

Yo no lo recuerdo. Es más, no lo sabía. Siempre vi a mis tíos Diosdado y Liceto (nombres poco comunes) como dos hombres humildes, trabajadores, nobles, graciosos y con todas las características de los 'mil oficios'. Cuando algo se malogra en mi casa, lo primero que se hace es llamarlos. Son expertos en instalaciones, en píntura de lo que sea y hasta en construcción. Siempre los vi con respeto, pensando en que era gente muy honrrada a la que el éxito económico les había sido esquivo, pues los considero grandes personas. El sábado, mi madre me cerró la boca. Conversando, evocó una Navidad, cuando mis padres recién empezaban. En ese entonces, mi padre no era el afamado médico que es ahora. Estaba estudiando en la universidad -pues mi nacimiento lo había retrasado- y trabajando de taxista con un carro viejo y maltrecho. Mi madre, la mujer del dinero y el motor económico del hogar, ganaba bien para la época de crisis como cosmetóloga de la élite limeña. Ella, prácticamente, era quien pagaba las cuentas, costeaba la comida, la luz, el agua, etc.
Eran otros tiempos sin duda. Yo aún usaba pañal (de tela) y no podía aun enlazar bien las palabras (hasta ahora tengo ese problema, jaja). La navidad llegó sin avisar. Todos estaban preocupados con sobrevivir a la crisis cuando el 24 de diciembre toco la puerta. Lo peor de todo es que, según contó mi madre esa noche, en esos días habíamos tenidos problemas serios -yo la malogré, como siempre, porque me enfermé- y no teníamos dinero ni para un chocolate navideño.
La cena, como iban las cosas, con suerte iba a ser un huevo frito y, quizás, arroz. Las palabras de mi madre en su descripción sentenciaron el momento: "nunca habíamos estado peor", dijo. Y, bueno, aunque ahora mi familia es acomodada, hubo momentos muy duros económicamente en el pasado, pero al citar dicha frase, pude imaginar así la situación. ¿Regalos? eso era imposible. Esta fiesta es de los niños, pero yo nisiquiera tenía consciencia como para pedir algún juguete. Aunque era una fecha especial, el día se presentaba como uno de los más duros. Así, pasaron las horas, mientras se acercaba la medianoche.
Mi madre llegó, con la cara larga pues solo había podido juntar un poco de dinero. El rostro de mi padre, era un poema. La chatarra en la que taxeaba se había malogrado en plena carrera. Estábamos condenados a pasar una Navidad sin pavo, ensaladas ni champaña, como lo hacemos ahora. Con suerte, íbamos a comer... aunque lo especial era la unión y el amor de mis padres, verdadero sin duda y que ha durado hasta hoy.
Mi madre halló el sobre debajo de la puerta. Había una tarjeta dentro. No tenía dinero en efectivo, regalos ni remitente. Sin embargo, el rostro de mi madre estalló en júbilo... y una sonrisa selló el momento.
-"Son tres mil soles (en verdad era otra moneda y no sé cuál, así que como es mi blog, decidí poner 'soles' ok)" dijo.
-Mi padre, no vio dinero en sus manos y, por unos segundos, quizás, pensó que estaba loca.
-"Qué te pasa Susy", gritó él, desde otro cuarto.
-"Son tres mil soles Julián... un cheque de tres mil soles. Quién te debía, dime", replicó ella.
Mi viejo, riendo, la miró con compasión. Hasta en ese momento, no podía creer que algo salvara la Navidad. En su mente, siempre analítica, era absurdo. Quizás un error o una broma cruel. Todo cambió cuando vio el documento que decía 'al portador'. Nadie en mi casa terminaba de entender qué sucedía. Era mucho dinero y nadie lo esperaba. Sin duda, se trataba de un error y cobrarlo, podría convertirse hasta en un crimen.
Entonces, el teléfono sonó. Eran mis tíos. Llamaban por Navidad. En ese entonces, no eran los mil oficios de hoy. Por el contrario, eran dueños de varios negocios de juegos de video a ficha (pinball) -algo que yo ignoraba, pues cuando era niño, aunque tenían las llaves de todos los locales, siempre me dijeron que eran simples trabajadores- y gozaban de una extraordinaria condición económica. El 24 de diciembre de aquel año (no sé que año era pero yo no caminaba y por lo tanto calculo que debió ser el 79) Diosdado y Liceto habían ido a mi casa. Como no encontraron a nadie, pues mis padres estaban trabajando y yo, en la casa de la abuela, habían dejado el sobre. "Feliz Navidad hermana. Espero que la pases muy bien. Te queremos mucho", dijeron. Esa noche cenamos, hubo regalos y hasta champan. Más que los regalos y las cosas materiales, entendimos todos con esta lección que lo importante de este día es compartir sin esperar nada a cambio.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

palabras sin remedio



¿Qué ocurrió? ¿Cuánto ha pasado? ¿De quién fue la culpa?. Solo sé que poco a poco la vida se nos escapa y con los días, meses y años que pasan, el color de los sentimientos se va destiñendo. Quizás es mejor así, vivir en un antro de soledad marchita y destinada a no florecer más. Ya no importa nada. No hay fechas especiales para mí ni días esperados. Solo el tiempo que transcurre inclemente y que cada vez, con más fuerza, pasa la mota por esta pizarra que tengo en lado izquierdo del pecho. Ya respiro sin ahogarme cuando mi mente hace el conteo hacia atrás. Ya no se quejan mis ojos ni mi garganta ennudece al recordar la felicidad plena. Ahora, solo queda una gratitud y un respeto amplio hacia todo lo que se fue. No habrá más navidades familiares, cenas románticas ni noches de pasión desbordante. Ahora, solo queda pensar en los errores y perdonar. Si, perdonarme por haber dejado que la esperanza se me fuera. Por haber sido como fui y por sentirme, poco a poco, tan bien a pesar de lo perdido, pues, para mí, todo lo malo nunca lo es del todo. ¿Resignación? creo que no. Más bien, estas son ganas verdaderas de vivir, de crecer y de tratar de salir de este hoyo profundo del sinsabor. Ya aprendí a aceptar mi dolor y ahora, al saborearlo, lo siento cada vez menos amargo. Hasta puedo decir que lo empiezo a degustar con placer. Sin embargo, el verdadero pesar lo siento al recordar a esa semilla de dos años que ya empieza a reclamarme a su lado. Esa plantita que antes hablaba solo con sus ojitas al acariciar mi rostro y que ahora quiere decidir por sí solo. Ya no es un ser quieto. Ahora, va de un lado a otro ágil, como un lince suelto en la sabana. Para mí siempre será una plantita y se me rompe el alma al pensar que me perderé mucho de él. Pero no queda de otra. La vida se torna así a veces, muy dura para los frágiles como yo. No puedo reclamar nada a pesar que el destino me ha dado donde más me duele. Un golpe bajo que lo siento en el corazón. Pero qué puedo hacer. Solo vivir con la esperanza de tener algún día alguna esperanza. No hay más para mí. Solo vagar como alma en pena, llorando por lo que se fue y dolido por todo lo que viene. Así, llorando sin lágrimas con una armadura hecha de rencor y de revancha. Lo siento por mí, pues mi corazón ya nunca será puro al mirarte a los ojos. Ahora, el tiempo solo es mi enemigo que se lleva mi vida como un verdugo. Ahora yo soy el 'prisionero perpetuo' que queda solo en su celda esperando la cita con la muerte. Ya no quiero más, solo quiero saborear mi dolor. 'Y lloro', como dice la canción de Fabio Junior.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Las sabias palabras de una mujer en el ring

PRIMER EQUIPO PERUANO DE MUAY THAI EN PELEAR EN ARGENTINA
Fredy Lescano, Marco Valiente, el entrenador Jorge Crespo, Ángelo Lescano y Miguel Sarria

Cómo se animó, hasta ahora no lo sé. Lo cierto es que, aunque su compañía me agradaba, no entendía que tenía que hacer mi hermana en esto. Elisa, la lady de la casa, la que cuida su nariz, su ropa y odia sudar, había decidido acompañarme a Argentina para verme pelear. Si. Viajaría con su plata (yo con auspicios) acompañada de puros hombres que suelen oler mal durante las prácticas, con cicatrices y con quizás un trato poco acostumbrado para una mujer de su clase.
Fue en abril de 2004. Perú, por primera vez era invitado a participar en un evento de la Confederación Sudamericana de Muay Thai, el organismo que sin duda reúne a los mejores peleadores de Sudamérica. Ella viajó conmigo, a mi lado todo el tiempo, dándome confianza. Mis compañeros y entrenadores, aunque la conocía y la apreciaban, no dejaban de mirarla como un ser de otro mundo. Sin duda, era así, pues jamás me hubiese imaginado verla tan entusiasmada y, como siempre, a la moda, entrando a un terreno tan rudo.
Al llegar a Buenos Aires, fuimos 'bien recibidos'. Pude notar (y expresar luego cuando hablé con Elisa) que los locales pensaban que éramos los rivales más sencillos. Sus miradas denotaban desde un asombro lastimero hasta preocupación por ser la carne de cañón. Inclusive, recuerdo que cuando se hizo el sorteo para ver contra quién nos enfrentaríamos y de qué país, nuestros rivales celebraban cuando les tocaba con Perú.
"Perú, che, dónde se ha visto que hagan Muay Thai", escuché por allí, aunque en son de broma. Yo y mis compañeros de equipo, Ángelo y Freddy Lescano y mi gran amigo Marco Valiente (Q.E.P.D.) teníamos ciertas dudas. Qué les digo, varios argentinos ya habían estado en Tailandia, Holanda y Francia, entrenando y peleando. Ese era el performance de todos los que acudían a la justa: Uruguay, Brasil, Chile, Bolivia, etc. Nosotros, si bien es cierto, teníamos un buen equipo de hecho que la experiencia en el extranjero no estaba a nuestro favor. Yo era el único que había peleado antes en el exterior y el que tenía más peleas. Aunque mis compañeros me veían como una especie de capitán y yo me mostraba indeleble, lo cierto era que por dentro, temía que nuestros rivales nos arranquen la cabeza. Marco Valiente (en otro post contaré nuestra historia de amigos) también tenía mucha experiencia en el ring, inclusive peleando con foráneos, pero jamás lo había hecho de visitante. Así, llegaban las horas para el encuentro, mientras los nervios crecían. Yo sabía que quizás el único factor que teníamos a nuestro favor era el exceso de confianza de todos los competidores en general, al vernos por encima del hombro. Estaba seguro que solo el factor sorpresa haría que saliéramos 'vivos' de esto. Por dentro, no podía evitar tener miedo. Lo cierto es que me moría de miedo; pero si yo, el más experimentado, mostraba eso, qué podría esperar de los demás. Los minutos transcurrían y las preguntas de mis amigos no cesaban: ¿cómo son los argentinos, son como en el fútbol o como en el box? ¿fajan o son técnicos? yo los eludía diciendo: "ya los van a ver. No son nada del otro mundo..." por dentro, afirmaba el corazón para que no se me quiebre la voz. Elisa estaba pendiente de todo y ella, estoy seguro, sentía lo mismo que yo. Nuestras miradas se decían todo.
El día que cada uno conoció a sus rivales fue caótico (24 horas antes del combate). Las miradas de los peruanos no sabían a dónde ir... mientras que las de los extranjeros, todas iban como puñales a nuestros ojos. Yo trataba de mantener el rostro y la mirada dura. Con esfuerzo, lo lograba.
A pesar de que tenía más peleas que mis compañeros, tampoco sabía a qué me enfrentaba. Quizás eran máquinas asesinas que todos los días desayunaban tipos como nosotros. Me gustaría agregar hoy un pensamiento contrario pero, en ese momento, no se me ocurría otra cosa. Entonces, decidí esperar la hora cero tratando de disfrutar del país. Ya había hecho el peso (61 kilos) así que no tenía por qué medirme más. Me dediqué a comer y a ver preciosas chicas en la calle. Claro, de la manera más respetuosa. En Argentina es imposible dejar de hacer estas dos cosas he.
Bueno, el día del combate desayuné muy bien y traté de conversar mucho con mis compañeros y con mi hermana, que se caracteriza por tener un carácter fuerte. Ella, la única mujer en el equipo, parecía estar más segura que todos nosotros. El miedo es normal en un peleador antes de subir al ring pero al tener a todos los compañeros temblando, suele haber un clima de desconcierto.
Ya empezaban los 'muñecos'. Aun no había orden de las peleas o, mejor dicho, a nadie se le había ocurrido constatarlo. Ya en el coliseo, a poco de empezar, dan la relación de combates. Uno de los nuestros, recuerdo, había entrado en un letargo de pánico. Yo considero que no era para tanto, pero cada persona es diferente. Mi amigo estaba en posición fetal y no respondía ninguna pregunta... solo miraba al vacío. Justamente, él fue el primero de la lista en ser llamado. Yo no podía permitir que mi compañero suba en ese estado al ring, así que, tras hablar con mi entrenador, decidí entregarme yo primero a la carnicería.
Mi hermana me apoyó pues sabía que era lo correcto, aunque sus ojitos dibujaron, por primera vez, mucha preocupación. Al carajo, dije, si hay alguien que tiene que subir a pelear ese debería ser yo. Aunque, me cuesta aceptarlo, la gente podía oler el pánico al pararse junto a mí. Mis compañeros, desde los camerinos, veían entre atemorizados y curiosos lo que se venía.
Mi pelea era la quinta. Las cuatro anteriores habían terminado por K.O., dos de las primeras 'víctimas' habían salido en camilla, casi inconscientes. El miedo siempre se paseaba por mi lado y me coqueteaba, pero al final se va como vino, de la nada. Esta vez, parecía tomarme de la mano y guiarme hasta el entarimado. Simplemente, me sentía descorazonado. Sudando sin haber movido un músculo y hasta tartamudeando. Creo que nadie se percató de ello. Bueno, solo mi hermana.
Antes de salir, Elisa dijo algo que quizás ahora ella no lo recuerde pero que en mi mente vaga cada vez que voy a pelear: "Miguel, sabes que ahora todo depende de ti", me dijo. Entonces, comprendí que si yo salía a ganar, así perdiera o me noquearan, todos mis amigos verían que nuestro rival era un ser humano que también tenía miedo, hambre, sueño y dolor. Sus palabras me dieron fortaleza y aliento. Era como si me hubiese hecho reflexionar acerca de mi responsabilidad como hombre, capitán del equipo, hermano mayor y peruano. Comprendí que el valiente no es el que pelea sin temor sino quien, a pesar de él, decide enfrentar su destino. Subí sin importarme si el que estaba al frente era un campeón mundial o tenía 100 kilos más que yo. Igual, iba decidido a todo y con todo.
Cuando estuve frente a él, antes de iniciar el primer round, pude ver su rostro pálido, su pelo rubio y sus ojos claros de cerca. No tenía cara de asesino sanguinario sino, más bien, de modelo de revista. Tenía hasta gomina en el cabello y un peinado extraño. Entonces, decidí cambiar de cara. Mis ojos se volvieron más pequeños, como si fuera a llorar. Es más, decidí presentarme casi temblando, como si mi entrenador me hubiese subido a la fuerza. Por dentro, el miedo se disipaba para dar paso a la adrenalina y al instinto de supervivencia que nos hace huir o, como en este caso, pelear dispuesto a morir. El tipo cada vez se sentía más confiado. No dejaba de mostrar sus dientes en una sonrisa torcida y burlona. "A ver pues cholito con cara de huevón, cuántos minutos me duras", parecía decir. La gente, casi todos argentinos, decían en coro: matalo, rompelo (escribo sin tilde porque ellos hablan así). Al chocar los guantes, mis manos se mostraban inseguras y temerosas. Parecía un cervatillo asustado dentro de la jaula de un león hambriento. Por dentro, podía sentir un fuego incontrolable que me ponía como una fiera a punto de lanzarse sobre su presa. Así comenzó la pelea. Sin miramientos, lancé mis mejores golpes a la cabeza de mi rival tratando de sorprenderlo. Su confianza le jugó mal y empezó a desesperarse. Encima, sentía la presión de su barra sedienta de sangre, mi sangre, que a pesar de los minutos corriendo por el reloj, no manchaban la lona. Poco a poco su orgullo le hizo cometer errores garrafales. Entonces, la cosa se puso buena para mí.
Fueron tres rounds muy muy duros... pero para el Argentino. Ahora, yo era el cazador y él la presa. Lo apabullé con mis patadas de giro, mi boxeo y mis rodillas con salto. No lo dejé pensar y utilicé su excesiva confianza a mi favor. Nunca me tocó. Cada vez dudaba más. Cuando lo vi aflojar, me fui con todo encima, dispuesto a terminar la pelea. En el último asalto, le conecté una rodilla en la nariz y se la partí. Sentí claramente el crujido del hueso, como en cámara lenta. Ya lo había derribado dos veces pero el argentino, a puro huevo, se había puesto de pie dispuesto a seguir. En esta oportunidad, continuar era imposible. Su blanco pecho ahora era un concierto de colores: violeta por los golpes, rojo por la sangre -su sangre- y amarillo pálido por el susto y el dolor.
Gané la pelea por K.O. Mis compañeros no lo podía creer y yo tampoco. Le había ganado al argentino y no solo eso, sino que le había dado una verdadera paliza. Ese día, todos mis compañeros ganaron y pelearon muy bien. Entonces, gracias al toque femenino, abrí el camino para que todos saliéramos airosos, con nuestras cabezas enteras y con un profundo respeto de los demás. Luego, la cosa creció, y otros peruanos fueron allá y demostraron que nuestro país es el mejor. Así como lo leen: somos temidos por nuestra extraordinaria técnica y gran coraje. Pero, a mi modo de ver, el camino se inició gracias a un toque femenino: al de mi hermana, la lady.

domingo, 2 de noviembre de 2008

"Ofrezco en alquiler niño y espada poderosa"

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Así comenzó mi recorrido por el Japón feudal. Fueron semanas de insomnio, dudas y muchas ansias. A la larga, terminé con una obsesión que, literalmente, quedó tatuada en mi vida para siempre. Eran dos héroes que, en mis fantasías, terminamos siendo mi hijo y yo. Itto Ogami, parco, sin gestos y de palabras exactas. Daigoro, de aún menos palabras y, a sus escazos tres años, con la misma mirada de su padre: un sujeto que mata para vivir. Así iban por el Japón, con lo único que tenían: el uno al otro.
Itto Ogami, un samurai de alta estirpe, había sido en el pasado uno de los mejores espadachines del shogunato. Sus habilidades le permitieron conseguir un puesto muy importante en esa época: El de albacea oficial del Shogún que cumplía la labor de asistente en la ceremonia del Sepuku (conocida en el occidente como Hara Kiri). Su talento con la espada le hizo lograr este importante cargo (que consistía en decapitar a los samurais deshonrrados que decidían suicidarse) que al final terminó siendo la causa de su desgracia. El clan Yagyu, otro de los más influyentes, decidió tenderle una trampa para colocar a uno de sus líderes en el puesto de Ogami. Un día, mientras él oraba en su templo familiar llevando en sus brazos a Daigoro, que entonces tenía solo un año, sucedió todo. Un grupo de asesinos ingresó a su casa y masacró a su familia. Mujeres, niños, sus otros hijos, sus hermanos y hasta sus padres. Todos fueron victimados por las filosas hojas empuñadas por la envidia. Su esposa, Asami, antes de morir le pidió que cuide al pequeño Daigoro. Entonces, Itto juró vengarse. "Correrán ríos de sangre", dijo mientras abrazaba a su pequeño. En su cabeza reinaba la confusión. No había motivo ni razón, ni siquiera enemigos. Cuando aun no terminaba de decifrar el por qué, la respuesta llega junto con una visita. Es la policía. El grupo de oficiales era comandado por un inspector del clan Yagyu. El sujeto le asegura a Ogami que los asesinos habían sido otros samurais que luego de comenter los crímenes habían cometido Sepuku para lavar su honor y acusar al hombre, ahora en desgracia, de ser un corrupto. El Yagyu le 'siembra' pruebas y Ogami termina prácticamente acusado de traidor, de loco y de ser el responsable de la carnicería. Entonces, comprende que se trata de una trampa. Empuñando su espada, termina uno a uno con los hombres del Shogún y jura por siempre, ir en el camino del infierno, siguiendo la vida de un asesino a sueldo. Enrrumba por el 'meifumado' (haciendo el bien a costa del mal), aferrándose a la muerte en cada enfrentamiento para sobrevivir. Esa es la única forma de seguir por su senda. En un momento de incertidumbre coloca a su hijo al medio de dos objetos: una pelota y una espada. Parco y sin la mínima duda dice...
- "Daigoro. Sé que eres muy pequeño para compreder esto, pero también sé que tu espíritu samurai te dirá el camino a elegir. Si escoges la pelota, hoy mismo estarás con tu madre, en el otro mundo. Si vas por la espada, entonces los dos seremos uno y buscaremos la venganza y regresaremos el honor a nuestra familia".
El niño gatea dramáticamente hacia el arma. Entonces, Ogami lo abraza llorando... "hijo, desde hoy, yo te cuidaré por sobre todas las cosas y tu harás lo mismo conmigo". Entonces, coge a su hijo, fabrica un pequeño carrito de bebé con madera (y con muchas armas escondidas) y parte en busca del líder del clan Yagyu, Retsudo. El hombre lleva en su corazón quizás los motivos más fuertes de este mundo: la venganza y el amor a un hijo. Para cuidar del otro, cada uno tiene que velar por su vida, pues de morir alguno, no quedaría más para su compañero. Así, empezó esta leyenda que me atrapó. Las seis películas de Lone Wolf And Cub o Lobo Solitario y su Cachorro (en japonés Kozure Ookami) fueron excepcionales. No pude dormir y cada día quería regresar del trabajo para ver las aventuras de este duo. El camino de Ogami y su hijo, llevando en su rústico cochecito un cartel con la frase en japonés Kowokashi Udekashi Tsukamatsuru: "Ofrezco en alquiler niño y espada poderosa". Así, el samurai de honor sesgado, se ganaba la vida, matando gente mala, pues solo accedía a los trabajos cuando se trataba de causas justas. Así, hacía el bien a costa del mal, llevando en su espalda a su único hijo y su motor para vivir: Daigoro. Sé que no soy un asesino, ni nada parecido. Pero mi instinto de protección hacia mi 'cachorro' es igual al de Ogami. Amo a mi hijo y quiero ser Kozure Okami para él... defendiéndolo de este mundo que, al igual que en el Japón feudal de la cinta, es un verdadero infierno.

La respuesta a mi por qué


La pregunta vaga por todos lados, por cualquier lugar por donde paso y a cada instante. ¿Por qué? Mis días pasan entre entrenamientos, nervios, peleas y mucho sueño. Mis ojos se abren con los primeros rayos del sol y a pura voluntad, me incorporo hasta quedar vertical. Mi mochila celeste, fiel escudera y compañera infaltable, parece esperarme con ansias en el patio. Me dice "alístate huevón, no seas flojo. Carajo vas a pelear y tu quieres dormir". Abre su gran boca hambrienta con dos cierres y me permite alimentarla con mi ropa, mis zapatillas y mis guantes. Ahora que está llena y yo de pie, sabe que ya no puedo tirarme para atrás. Tomo un buen desayuno (de acuerdo a mi dieta) y enrrumbo para el gimnasio. Al llegar, el letargo se esfuma. "Miguelito carajo"; "campeón"; "llegó el 'Galgo'", escucho apenas pongo el primer pie en este lugar ya sagrado para mí. Me cambio y empiezo a entrenar. Por momentos, creo que el corazón o los pulmones se me van a salir. En otros, temo haberme fracturado algo y a veces, digo: "Espero que solo haya sido un golpe y que no me duela la cabeza más tarde". Pero igual, todos me miran con admiración. Tratan de imitar mis movimientos y me alientan a seguir para adelante. Al retirarme, mis compañeros me despiden de la misma forma en que me recibieron. Aunque me suelo sentir muy bien y con el ego al tope, yo sigo con la interrogante inicial.
Luego, al trabajo. En la puerta, Jorge, el vigilante, grita a dos cuadras "Campeón, cuándo peleas. Juégame entradas para mí y para mi novia". Yo lo estrecho, pues es un buen tipo y una vez más, le prometo darle los pases que siempre olvido. Los choferes me ven pasar y me saludan en coro "Miguelón, estamos contigo". Llegó a la redacción y sigo sintiendo y percibiendo la deferencia de mis compañeros. Sinceramente, es muy gratificante sentirse así, medio admirado y hasta mimado por ser capaz de subirme a un ring a fajarme con cualquiera. Pero a pesar de todo sigo escuchando el "¿por qué?. Los colegas de otros medios, cuando los veo o me los encuentro en comisión, no dejan de estrecharme la mano y de recordarme que les avise cuando vuelva a pelear. "¿En qué canal la pasan?", "¿cuándo es?", repiten. No hay día en que alguien no me pregunte eso. Hasta en la calle he sido reconocido por extraños y hasta por choferes de combi (en dos ocasiones) que me pidieron autógrafos y se tomaron fotos conmigo. Yo, emocionado, acepté. Pero la pregunta parece nunca irse.
Así, termino mis ocho horas de labores y otra vez tengo que ir a entrenar (entreno en doble horario). A la salida, es la misma historia de preguntas de los amigos y de pasadas de voz. La rutina ahora es de entrenamiento con pesas. Es un gimnasio al que recién estoy yendo y no conozco a nadie. Sin embargo, todos saben quién soy y me miran como si quisieran decirme algo. Algunos y algunas con incredulidad, otros con ojos de admiración y hasta percibo miradas medio románticas. Ese día, no veré a mi hijo. El tiempo que podía pasar con él, lo utilicé en mi entrenamiento y, al terminar, no sé si he priorizado bien. La pregunta entonces, retumba con más fuerza. ¿Por qué?. Me siento mal, triste, dolido. Mi hijo, de dos años y cuatro meses, se llama Marco y vive con su mamá, de quien estoy separado. Él me extraña y yo a él, pero ya es muy tarde para ir a verlo. A veces, las ganas de llorar me invaden y golpean fuerte y bajo. ¿Por qué? ¿Por qué? por qué sigo en esto, por qué hago esto. Yo debería estar con mi hijo ahora mismo. A la mierda las peleas y mis sueños, digo en un momento de desesperación. Pero esta respuesta no me llena y aunque es una solución, el ¿Por qué? sigue en mi cabeza.
Al dia siguiente, mi rutina es igual, solo que esta vez no me toca entrenar doble. Los saludos de "Campeón", "Galgo (el apodo de combate que me pusieron en Argentina", etc, aparecen casi en cada esquina, junto con esa interrogante que me mata. Esta vez, luego de trabajar, al llegar a casa y abrir la puerta muy despacio para darle una sorpresa, escucho la voz de mi hijo a lo lejos. Está hablando con mi padre y diciendo en su lenguaje entendible solo para nosotros "cuando sea gande, quiero ser boxeador como mi papito..", se pone sus guantes pequeñitos (porque tiene unos que mi papá le regaló) y empieza a imitar mis movimientos pugilísticos. Entonces, la respuesta viene a mi mente. No es mi prioridad que mi hijo escoja este duro oficio, es más, no quisiera que tenga la misma afición. Yo solo boxeo para demostrarle que no importa cuan duras sean las cosas. Nunca dejes de soñar y de tener ilusiones en tu corazón. Todo es posible con esfuerzo, hasta el más débil, el más lento, el más descoordinado y el más miedoso puede llegar a ser campeón y triunfar si se lo propone. Así fue mi historia. Y ahora, sin pensarlo, soy campeón sudamericano de Muay Thai, con 49 peleas, 26 K.O. y el primer peruano en haber luchado de preliminar de un título mundial en Argentina, transmitido en vivo por Fox Sports. He peleado en todo el continente. Claro que vale lo que estoy haciendo. Cuando sea viejo y, como voy a este paso, no tenga nada, igual seré el ser más feliz solo con una nariz rota y un baúl lleno de recuerdos para contarle a mis nietos.